Aquella tarde que volvimos los tres (papá, mi hermana Manuela y yo) nos pareció la más larga de nuestras vidas. Tanto que llegamos a dudar que alguna vez terminara.
Recuerdo (porque esa tarde la recuerdo siempre) a papá, acunando entre sus brazos las trenzas de Manuela; la manito de mi hermana aferrándose al ramito de violetas; el abrazo de papá, apretándome contra su pecho. La casa había crecido durante nuestra ausencia y ahora nos acorralaba como tres canarios mudos acurrucados contra el fondo del jaulón. Permanecimos en ese silencio de penumbras, el gran canario solo y sus dos pichones.
Entonces giró la llave en la cerradura y se abrió la puerta con un quejido. Y entró ella, cargada con las bolsas de frutas y verduras que crujían contra sus piernas como una imprevista garúa con gusto a tierra.
-¡Mamá! -gritó Manuela tirando las violetas para abrazarse a sus rodillas.
-¡Bueno! ¡Bueno! ¡Qué recibimiento! -rió mamá- Los hice esperar mucho parece... ¿Tienen hambre?
-¡Sí! -contestamos a trío.
-Entonces vamos a preparar la comida –ordenó, arrastrándonos como fieles satélites hacia la cocina.
Manuela revoloteaba a su alrededor como una polilla atraída por la luz, arrugando la cara con sus hocicos de conejo. Mamá me acarició la cabeza al pasar. Un frío me corrió por la espalda. Papá me llamó a su lado, para que lo ayudara a pelar las papas para el puré de Manuela. Pero no me atreví a entrar. Me quedé en la puerta de la cocina, mirándolos, sin saber bien porque hacían lo que hacían. Papá arrimó la silla alta de Manuela y sentó a mi hermanita para que estuviera a la altura de la mesa. Mamá le dio unas miguitas de pan para que se entretuviera modelando muñequitos mientras ellos dos preparaban la comida.
Durante la cena no dejé de mirarlos. Ni a papá tomándole la mano a mamá, ni a Manuela sacándome la lengua, ni al ramito de violetas que mamá había recuperado del piso. No terminaba de entender porque actuaban de ese modo.
A la noche, cuando ya era hora de dormir, vino mamá y me dio un beso. Me hice el dormido. No quería hablar con ella. Por lo menos, no esa noche.
Luego vino papá y abrigó a Manuela con la frazada de payasitos amarillos porque ella tenía la costumbre de destaparse de noche. Después, se detuvo al pie de mi cama y me miró. Había entreabierto un ojo y podía verlo como en una bruma, recortado contra la luz que venía del pasillo.
Entonces, papá se arrodilló para estar más cerca y me habló bajito, muy bajito, sólo como los padres saben hacerlo. Y me dijo que él también se daba cuenta. Que Manuela era más chica y que por eso se adaptaba con más facilidad. Pero que era así y que no podía explicarlo. Que no quería perder a mamá otra vez y que por eso no hacía preguntas. Ninguna pregunta. Porque en una de esas podía echarlo todo a perder. Que seguramente era una posición muy conformista, pero que pensaba que era mejor tenerla a mamá, que no tenerla.
Para qué complicarse más, me dijo, si ella estaba en casa con nosotros aunque los tres hubiésemos vistos, esa misma tarde, como la metían en una caja y le tiraban tierra encima, mientras todos lloraban.
Creo que papá se dio cuenta de que se me había escapado una lágrima, porque me dio un beso y me dijo que mamá, ya nunca, nunca más se iría.
Luego apagó la luz y se fue cerrando la puerta.
2 comentarios:
Muy lindo. Yo lamentablemente perdi a mi madre a los 8 años. Asi que me llego mucho esta historia .
Segui asi .
Leonardo
Gracias, Leo. Y me imagino como te pegó la historia. Un abrazo.
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