La primera etapa de la maratón es plenamente racional. El corredor tiene presente un plan de carrera y se atiene a él, como un dogma. No hay lugar para improvisaciones ni desbordes emocionales. Se evalúa la posición propia y la de los demás. Se busca no liderar, pero tampoco quedar definitivamente rezagado. Se especula con las infinitas posibilidades del camino; se resguardan las energías, pensando en el inevitable desgaste que espera kilómetros delante.
En algún momento del camino, la razón pierde su primacía. Alguna fatiga, algún dolor muscular, imponen al corredor la certeza de que es el cuerpo el que comanda el esfuerzo. En este momento, el pensar se acalla y el corredor se concentra sólo en seguir, se reduce a ejecutar el próximo paso.
De más está en decir la importancia que reviste esta etapa en la evolución de la carrera.
Promediando el trayecto, hay un breve momento, en que todas las exigencias se desvanecen. El corredor ha alcanzado una instancia similar al nirvana. Ausencia de pensamiento, ausencia de exigencia física. El corredor se siente consustanciado con todo lo que lo rodea. Borracho de emoción, siente que podría correr todo el día (más aún, toda la noche) sin ninguna necesidad de parar. Literalmente, toca el cielo con la mano; siente que todo es posible, que hay una instancia de plena libertad, en la que sencillamente, sólo alcanza con correr.
Por ese breve momento, un corredor corre una maratón.
Por ese instante mágico, se expone al más duro rigor que una prueba atlética pueda exigir a un competidor.
Tras rozar la superficie del sol, el corredor afronta la peor etapa, en la que el cuerpo reclama el mando, pero no en un diálogo con la mente, sino en un tiránico monólogo. Ahora, para el corredor, sólo le queda sobrevivir.
En esos tramos, cuando cada fibra muscular reclama el esfuerzo de la faena, cuando cada paso es un puñal clavado en la carne y el aire arde en cada exhalación, el corredor sólo corre por corazón, por su instinto de llegar, por su vocación por la meta.
Llegar o no es irrelevante. La meta es un hito arbitrario, artificial, accidental. El corredor que llega al destino sabe de la futilidad de esa tarea. No hay manera alguna de llegar. Ese es el único conocimiento cierto de la maratón.
Sin embargo, una vez repuesto, el corredor volverá al camino y emprenderá, otra vez, tan despareja lucha, en busca de esos instantes (escasos pero sublimes) en los que se alcanzará la plena comprensión del acto de correr.
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