“Soy hija de desaparecido” fue casi lo primero que me dijo, después de su nombre. “Yo soy la hija del Pocho Vallejos” declaró.
Puse esa cara de saber quién era el Pocho Vallejos y asentí con esa pompa de “te acompaño en el sentimiento”. Sólo después, cuando volví a casa, tras discutir toda la noche con Mara, por una película que no merecía ni cinco minutos de análisis y reflexión, averigüé en Internet quién carajo era el Pocho Vallejos.
El Pocho era un militante montonero desaparecido en la dictadura, uno de los ideólogos de la toma de la Comisaría de Villa Clara, que salió como el culo, como todo lo que organizaba el Pocho (eso no lo leí en Internet, si no que me lo dijo, a su tiempo, Amalia, la mamá de Mara, una noche de fin de año con una copa de más). El Pocho era más o menos conocido en los círculos intelectuales de esos años, por ser el autor de un libro de poemas (no lo busquen en las librerías; hace tiempo que está agotado) y de un ensayo sobre el compromiso del artista que mereció un premio en un concurso en Cuba (tampoco se consigue, aunque los que lo leyeron aseguran que es una obra menor, rescatada por la actitud militante de su autor que expresa la imperiosa necesidad de que todo poeta debe ser revolucionario y viceversa).
Mara tenía unos meses de vida cuando el Pocho cayó en una emboscada en Parque Chas, delatado por un compañero que se había quebrado en las sesiones de tortura. Mara nunca lo conoció como padre. Pocho siempre fue una foto enmarcada sobre una repisa, junto a un clavel rojo. Por el tiempo que estuve con Mara, llegué a comprender que el Pocho era para ella otra actitud militante, como esa película que no le gustaba, pero que se empeña en defender por obligación social.
“Soy hija de desaparecido” dijo en esa primera frase. Y todas sus otras frases se resumieron (de una u otra manera) en ésa. No sé que hubiera sido de Mara sin esa circunstancia. Pero ese hecho marcó su vida y condicionó todo lo que vino de ahí en más.
Estudiante de sociología, trabajaba en un centro de estudios sociales neomarxista, donde la negreaban por estudiar la discriminación de género en los mercados de trabajos informales latinoamericanos.
Militó en derechos humanos; no faltaba a ninguna marcha; organizó petitorios; recolectó firmas; empuñó megáfonos y cortó calles. Todavía le queda una cicatriz, detrás de la oreja derecha (valga la paradoja) producto de un intercambio de piedras con integrantes del ala dura de la Unión Metalúrgica. Se hizo atea, marxista, feminista, trotskista, latinoamericana, maoísta, progresista, socialista, activista, leninista. Supo tomar decisiones: dejó de depilarse; compraba Página todos los días; no tenía televisión.
Programar salidas con ella, era una actividad complicada. Odiaba el cine norteamericano aunque no sé si abdicó del pochoclo. Lo suyo era el cine arte, las producciones iraníes, el cine político y militante. En su defecto, el teatro independiente, en algún sótano reacondicionado del Abasto. Su buen gusto musical nos llevaba a seguir a los escasos trovadores cubanos que llegaban a estas playas o aquellos artistas del palo, los compañeros que reivindicaban la lucha popular, el fin del capitalismo y el ascenso del pueblo en armas.
Desde que comenzamos a salir, gradualmente, radicalizó su posición. Sentía el peso de una herencia que le impedía, por ejemplo, callarse cuando se servía un vaso de Coca Cola en el cumpleaños de mi sobrino.
En las reuniones sociales, le molestaba las charlas banales, los comentarios sobre casas de veraneo, ofertas en el shopping o la mención del último programa de Tinelli. Todos los encuentros terminaban, invariablemente, en arduas discusiones. Ella gritando, agitando un dedo frente a su interlocutor, denunciando la agresión norteamericana o la explotación popular, pero siempre gritando, siempre enojada, siempre denunciando. Y siempre con el dedo, claro, el dedo agitándose frente a tu cara.
Hubo un tiempo en que, tener en mis manos las tetas de Mara, significaban algo. Después, no sé, las cosas cambiaron, como un Braille que perdió relieve, como si de tanto acariciarlas hubieran perdido profundidad. Coger con ella había dejado de ser divertido. Cada revolcada era una proclama dicha a las apuradas, a media voz, con el gesto enérgico pero urgido. Lentamente dejamos de inventar excusas para acostarnos. (Alguna vez llegué a pensar cuántos revolucionarios no se habrán cargado el mundo por delante para disimular lo malcogidos que estaban).
Aparentaba estar muy segura de sí misma y de lo que pensaba. Eso era lo que le transmitía a los demás. Pero en las tardes de lluvia (su padre desapareció una tarde de lluvia), solía quebrarse. Lloraba tapándose la cara y se justificaba: “Mi papá es un desaparecido. ¿Vos sabés lo que es eso? ¿Sabés lo que es crecer sin haberlo tenido?”. En esos momentos de debilidad ideológica, Mara era deliciosa. La estrechaba contra mí y sentía que estaba más cerca que nunca de su centro. La besaba, abrazando su temblor.
Pasada la lluvia, me apartaba de un empujón, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, fusilándome con una mirada de odio por haberme asomado sin pudor a su vulnerabilidad.
“Su padre será un desaparecido, pero era un hijo de puta”.
Con esa frase conocí la voz de su madre, sentadita, en un extremo de la habitación, las piernas cruzadas, el plato con una porción de torta más seca que dulce sobre el regazo. Amalia había permanecido callada toda la noche, asintiendo apenas al conocerme, desviando la mirada en el brindis de fin de año (Mara se negaba a compartir la Navidad) resoplando por la nariz cuando su hija se peleaba con sus primos por la última invasión norteamericana.
Apartó el mechón cano de la frente y susurró la frase, asegurándose que Mara no la escuchara. “No era una buena persona” concluyó, dándose cuenta que estaba compartiendo en voz alta un íntimo hartazgo.
Me miró, avergonzada. Sólo por un momento.
Luego, cuando pasó la lluvia, retomó su prescindencia y concordó, con una leve sonrisa, con cierta afirmación de una conversación en el otro extremo de la mesa.
Seis meses después de esa cena, no despertó en la mañana.
Yo lo supe recién un año más tarde, cuando me crucé con Mara en la puerta de un banco.
Había abandonado la universidad y el centro de estudios. No era el único cambio. Café mediante (ahora tomaba café, había dejado de importarle las condiciones de trabajo de los cosechadores cafeteros), me habló de su depresión tras la muerte de su madre, de los dos meses que pasó encerrada en su depto, de sus ataques de pánico, de la ausencia de los compañeros de militancia, en realidad, de todo compañero. Me contó de cómo se dio cuenta que se había quedado sola y de las pastillas y de la medicación y de los mareos.
También del taller vivencial, de cierto monje budista, de la meditación y de la revelación de la programación neuropsíquica de que, en realidad, su padre era un reverendo hijo de puta, un tipo violento, egoísta, intolerante que le había proyectado con su ausencia, la culpa del desamparo.
“Comprendí que no me merecía ni que yo merecía un padre así” afirmó maravillada por la construcción cercana a la redundancia. Ahora era la armonía, la trascendencia, la comprensión del mundo como ilusión y desapego a lo terreno. Negó, de mal modo, unas monedas del vuelto al chiquito que se asomó por la ventana del bar, excusándose en el karma o alguna ley de compensación cósmica que no terminó de explicar del todo. Por idénticos motivos, no dejó propina.
Volvimos a acostarnos, por última vez. Había tirado las banderas rojas, el cuadro del Che, la foto de Cartier-Bresson de los travestis tomando sol en la puerta de un prostíbulo en Tánger, los tres tomos de “El capital” y la edición rústica de “Las venas abiertas” de Galeano. En su minimalismo de un ambiente, se destacaba un pequeño Buda dorado envuelto en las pesadas nubes del incienso de sándalo a medio terminar. Puso un CD de mantras y estiró nuestro encuentro en una interminable caricia tántrica. Se esforzó, tal vez demasiado, en ser distinta a lo que era.
“Ahora soy una persona mejor” me despidió convencida y asentí con el mismo desgano que su madre. Convinimos en reencontrarnos, pero sin fijar días ni horarios ni lugares, como para asegurarnos la imposibilidad de todo reencuentro.
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